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En estos tristes tiempos de desapego y superación mal entendida, que no nos da paz, que nos vende la idea de que volvernos perpetuamente felices ante lo que sea que el mundo nos haga, de alguna manera, nos volverá invencibles, morirse de amor es inconcebible.
¿Por qué? ¿Para qué? Tantos peces en el mar, tantos usuarios en Tinder, tantos libros de superación y coaches que nos cerrarán las heridas. El "amor verdadero" no mata, sólo da felicidad.
No pretendo ni analizar, ni defender mi posición, porque es posible que al final no me muera. Pero amar puede matar, y a veces me levanto pensando que eso es lo que prefiero.
Tampoco digo que me vaya a acostar en mi cama a esperar a que la inanición me cierre los ojos. Pretendo luchar por mi vida contra el amor, en un pulso necesario, todos los días, a todas las horas, todas las veces que ese desgraciado se aparezca clamando por mi cabeza.
Pero si me muero de amor después de mi lucha, sepan que aún es amor.
Sepan que no me morí porque haya reducido el valor de mi vida al afecto de un hombre, ni porque no quisiera vivir, ni porque no me quisiera a mi, ni mucho menos porque el hombre, la variable desconocida, sea quien haya sido en mi pasado, haya venido a matarme él mismo.
El amor puede matar cuando se vuelve parte tan íntegra de ti, que matarlo es matarte. Matarte tal vez no en vida, pero sí en esencia, y sin esencia ya no quisiera vivir.
Además, tal vez, si me muero de amor, si me muero no porque fracasé, ni porque me rendí, ni porque me maten, alguien sabrá que el amor no es el de los libros de autoayuda, el de los programas de infidelidades. El de cinco minutos, cinco meses. El que se muere.
Si me muero, de pronto querrá decir que todavía hay algo de épico y trascendental en el amor. Que todavía es fuerte, que puede ser una fuerza inescapable.
Si me muero de amor, me moriré sonriente.
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